lunes, 7 de abril de 2008

La Ultima Performance de Juan Loyola

Lo siguiente es un escrito de el Sr. César Beltrán aparecido en el sitio:




La última performance de Juan Loyola
March 22nd, 2008 · 11 Comments


Era diciembre de 1986 y yo tenía 26 años. Se celebraba la Segunda Bienal de La Habana y se inauguraba en el Museo Nacional la muestra correspondiente a una de las tres sedes de ese evento. Yo trabajaba por entonces en una entidad vinculada a la Bienal y me habían entregado una credencial de participante y la tarea de traducir, de y hacia el inglés, las conversaciones de un escultor griego invitado, un tal Isídoros. El primer día, Isídoros descubrió que se comunicaba perfectamente en griego o en sign language con cuanta gente se encontraba y que, por lo tanto, mis servicios eran innecesarios. Así que me dediqué a colarme en todas las actividades de la Bienal que pude, amparado en el ID oficial que me colgaba al cuello. En Bellas Artes, traspasando el vestíbulo, me alimenté al vuelo por el patio, alcanzando por sobre los hombros de la multitud densa, las bandejas que iban saliendo altas, de la mano de veloces camareros blanquinegros que brotaban de un rincón oscuro, cerca de la vieja cafetería y el baño de los hombres. Para estar más cerca del boquete, me aposté en esa área, medio floja de plástica, marginal en planta baja. Sin perder el alerta hacia las hors d’oeuvres, pude ver a una persona que sollozaba con la cabeza en alto, frente a una gigantesca bandera venezolana, desplegada de pronto, fuera de todo plan. Llevaba un liquiliqui negro, limpio y abotonado y discutía con funcionarios y segurosos que pretendían descolgar la bandera, instalación extraoficial en un evento sacrosanto, tieso y gubernamental. Al final, con caras agrias, los monos dejaron la bandera. Creo que había un par de hambrientos más en aquel punto de intersección. El ser del liquiliqui, joven y andrógino, se nos acercó y se presentó solo: “Mi nombre es Juan Loyola y de aquí no me muevo con mi bandera”.
La presencia de Juan Loyola, por su cuenta, en aquella Bienal de La Habana, tal vez no se haya notado mucho, salvo para los funcionarios, que avisados desde el primer día, deben haberle echado el ojo durante toda su estancia. Para un grupo de jóvenes artistas o aspirantes a serlo, sedientos de información foránea y de ganas de decir cosas, el encuentro con tan original artista marcó un punto de giro.
A juzgar por lo escaso y disperso de la información que se pesca en la red, parece ser bastante poco conocido el legado de quien ha sido incluído en Arte =/= Vida, un exhaustivo recuento del performance en América Latina de 1960 a 2000 que actualmente se exhibe en El Museo del Barrio, en Nueva York y a quien Raúl Rivero, en El Mundo, dedicara un tercio de su columna de los jueves, hace unos meses.
Artista plástico, poeta, fotógrafo, cineasta, Juan Alberto Loyola Valbuena nació en Caracas el 9 de abril de 1952 y desde muy joven empezó a exhibir pintura y obras tridimensionales (las afamadas “cajas negras”, elaboradas con cartón corrugado) en múltiples exposiciones colectivas, aunque, sin duda, lo que definitamente lo colocó en el panorama de las artes visuales latinoamericanas fue su extraordinaria obra de performance callejero, cargada de una gran sensibilidad humana, y caracterizada por una proverbial obsesión por la bandera venezolana como objeto de arte, que comenzó desde inicios de la década de los setenta con su extenso proyecto de intervención a los autos abandonados, convertidos en chatarra, dispersos por todo el paisaje venezolano. Las autoridades, el establishment, vieron en las banderas chatarras una provocación y un insulto a los símbolos patrios. Al principio incautaban las obras y después comenzaron a encarcelar a Juan. Durante toda su vida, Loyola protagonizó numerosos enfrentamiento con la policía. Uno de los más conocidos fue recogido en la prensa de aquellos años, cuando se tiñó el cabello con los colores de la bandera venezolana y la policía lo golpeó y lo acusó de irrespeto a los símbolos patrios. En otra acción memorable, penetró con un grupo de estudiantes de arte en el Palacio de Justicia, donde cubrieron sus cuerpos y regaron pintura de los colores nacionales y Loyola, declamando frases de Bolívar, paralizó durante varias horas la actividad del tribunal.
En 1983 obtuvo el premio en la categoría de arte no convencional en el Salón Arturo Michelena, ocasión en la que ejecutó uno de sus memorables performances. Se efectuaba la premiación del evento en La Guaira, en la histórica Casa Guipuzcoana, una imponente edificacion colonial, sede de importantes eventos culturales y para tal evento se encontraban allí altos personeros del gobierno y las instituciones oficiales. Juan se presentó en lugar con gran estruendo, luego de haber rodado por las calles de Caracas una gigantesca moneda hueca, llena de chatarra ruidosa, un inmenso bolívar con consignas que escandalizó a los funcionarios presentes.



En 1984, participó extraoficialmente en la Bienal de Venecia, con el proyecto de vestir el campanile de San Marcos con una descomunal bandera tricolor y en 1985, también extraoficialmente, acudió a la 18va Bienal de São Paulo, donde derramó galones de pigmento sobre documentos del Fondo Monetario Internacional, como acto de protesta contra la política financiera de esa entidad. Loyola y sus colaboradores, gritando consignas, rodaron y chapotearon por sobre un mar de pintura roja, en una clara referencia a los “baños de sangre” que producía la represión oficial tanto en Venezuela como en otros países durante las muy comunes protestas populares de aquella época sobre el tema de la deuda externa.
Recorrió el país de punta a cabo, con varias cámaras de foto y de video, a veces con otro camarógrafo que lo filmaba, observando y documentando, pintando la bandera nacional en la chatarra olvidada de los caminos. En 1990 obtuvo el Premio Especial del Jurado en el Festival Internacional de Cine Súper 8 y vídeo de Bruselas. Fue siempre rechazado en todos los salones, pero continuó su obra en vivo en las calles y plazas más concurridas, con su chatarra tricolor o con banderas como ropa, al estilo de las túnicas que vestían los patricios romanos. En cierta ocasión impersonó a una ministra de cultura, vestido de mujer y con una peluca que imitaba el peinado de la funcionaria y en ridiculizante caricatura de franco desafío al poder y las autoridades, pronunció un “discurso” en un salón del que lo habían excluído.
Juan Loyola murió en Catia la Mar el 27 de abril de 1999, a la edad de 47 años, víctima de un infarto fulminante causado por una miocardiopatía dilatada congénita que padecía desde un par de años antes. En una de sus últimas entrevistas, concedida en 1998, anunció que su estado de salud era delicado. Su corazón funcionaba a un tercio de su capacidad y él estaba consciente de que el fin se acercaba. “Pero no estoy triste, ni amargado, ni desamparado. No tengo rabia ni odio. Siempre viví en emergencia. Renuncié a las galerías, a los museos, a los críticos y a todo ese circo, sólo por la palabra libertad, aunque esa libertad me costara más de la mitad de mi corazón”.
Supe de su muerte una tarde en La Pequeña Habana, unos años después, en el amplio local de un efímero proyecto llamado casualmente algo así como “The Barrio Museum”, casi debajo del puente de Flagler, por boca de la crítica y curadora venezolana Milagros Bello y la noticia, aunque tardía, me produjo una súbita y honda consternación. Recordé de golpe la influencia, la importancia de aquel artista subversivo, siempre en conflicto, siempre apaleado o preso, con una ciega fe en el poder transgresor del arte callejero, sensible y justiciero, egocéntrico y divo, que se aferró a su bandera como herramienta y como símbolo distintivo particular.
No he hallado referencia alguna a su visita a La Habana. Ni Rivero ni los autores de otro par de dispersos artículos lo mencionan. Algunos le vimos una o un par de veces más durante su estancia en la Bienal. Yo lo visité en su hotel, donde ví los videos de sus performances y conversamos bastante. Para mí, apenas un graduado de la escuela de pintura, conocer a aquel artista extravagante y extranjero, llamativamente bisexuado, patriótico y dramático, valiente y underground, fue el prólogo de un encarne largo y tenaz con la bandera cubana y marcó entonces el inicio de un aprendizaje, de una fascinación con la obra de artistas arriesgados, alternativos, politizados y fuera del sistema. Y creo que a varios se nos pegó algo de su espíritu, de su tecnología, de sus métodos, presentes, dos años después, en las escaramuzas callejeras del parque de G y 23.

César Beltrán
Miami