
LAS CAJAS NEGRAS DE JUAN LOYOLA
JOSE LIRA SOSA
En esta oportunidad, aparentemente la más propicia, la más adecuada, la sesión no estará presidida por Domitila, el maniquí bajo cuya sombra fascinante se ha expandido “la piel del cangrejo”, pero harán acto de presencia las muñecas despedazadas, fruto del vientre del ídolo y del amor fetichista, que siempre les ha profesado Juan Loyola.
Los torsos de las muñecas, los brazos desprendidos con apasionada rabia; las manos de plástico, ensambladas con ingenuidad al lado de guantes de goma, recortes de periódicos, alambres retorcidos y espejos arbitrarios, todos ocupan el reducido espacio de unas cajas de color negro: pequeños ataúdes donde se realiza la ceremonia mágica.
En estas cajas negras, donde simbólicamente el joven artista rinde honras fúnebres a los restos de un filicidio onírico que desquicia al espectador, la fuerza perturbadora no se basa en la escogencia de los materiales, sino en la cantidad de pretextos, de asociaciones insólitas, que la cercanía de dichos materiales desencadenan en la mente de quien las contempla.
Se trata de objetos apresados en un espacio, cuya condición es sobrepasada por la labor de reagrupación de los elementos desorganizados que contiene, a lo cual Loyola se entrega con la fruición de quien atisba un continente recién descubierto. Aquí el artista debe hacer un alto para meditar y explorar las inmensas posibilidades de provocación que le ofrece, antes de aventurarse por el laberinto, posiblemente indescifrable, que tienta con las fauces abiertas de sus incontables pasillos, llenos de peligro para quien no tiene a mano el hilo conductor.
Al quemar las naves comerciales, en las cuales se había embarcado por error, me es grato saludar a este viajero que parte hacia lo maravilloso, llevando como equipaje estas cajas negras, en las cuales resplandecen, de nuevo para mí, las palabras de Lautreámont: “Bello como el encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y de un paraguas”.